La parada de los monstruosNo vi
Fuera de carta, la primera película de Nacho G. Velilla estrenada hace una o dos temporadas pero, considerando que tuvo cierto éxito de público y de crítica, me ha picado la curiosidad y tras una aburrida tarde de compras en unos grandes almacenes, he cedido a las presiones de mi acompañante que me ha arrastrado a ver
Que se mueran los feos, un título que remite a la música y a los ambientes más horteras de los sesenta ya que fue (es) el título de una canción de un conjunto musical,
Los Sirex, grupo muy popular entre los chicos ye yé de la época. En
Que se mueran los feos la canción que le da título es
canturreada, tarareada y chinchinpuneada hasta el agobio por casi todos los personajes de la película sin que comprenda muy bien el por qué se elige esta forma de grueso subrayado para que entendamos que los protagonistas son muy conscientes de sus escasos atractivos y exorcizan sus complejos haciendo bandera de sus defectos. Por otro lado, los personajes de
Que se mueran los feos están anclados en la misma mentalidad de la España periférica o rural de hace cuarenta años, la época dorada de sus canciones de cabecera, por mucho que vivan en el 2010 y demuestren, al margen, inquietudes musicales mucho más refinadas. El personaje principal, Javier Cámara, toca la trompeta con gran sensibilidad y acaba consiguiendo ser admitido en el Conservatorio. Las canciones de sus vidas, con las que se divierten y se identifican los protagonistas, son rancios éxitos de los sesenta/setenta y tienen especial preferencia por los temas más famosos de la Eurovisión de aquellos años.
Que se mueran los feos cuenta las peripecias de un grupo de personas que viven en un pequeño pueblo de la España rural, grupo en el que, curiosamente, varios de sus componentes arrastran algún tipo de minusvalía, ya sea física o mental, o ambas. Estamos ante un extravagante ramillete de personajes que aparecen como carne de cañón para ser munición y blanco de risas, mofas y demás escarnios que practicar desde la butaca en que los contemplamos, pero que se nos acaban revelando entrañables y cercanos a nosotros mismos. En
Que se mueran los feos (y curiosamente también en la muy reciente
Nacidas para sufrir), nos adentramos en ambientes rurales que nos parecen de otra galaxia, pese a que sus gentes asumen con bastante desparpajo las nuevas costumbres y las nuevas formas sociales de nuestra “avanzada” democracia, las practican y las rentabilizan. Son catetos que aprovechan con desparpajo las libertades de los nuevos tiempos y saben gestionar muy bien sus problemas con mentalidad de vanguardia, pero sin desprenderse ni de las costumbres ni de unos comportamientos formales, apenas o nada evolucionados desde la época de esplendor en qque triunfaban sus canciones favoritas. En definitiva, según se muestra en
Que se mueran los feos, como ya vimos en
Nacidas para sufrir, la España profunda sigue existiendo, tan cazurra, tosca y ordinaria como la que nos retrataban las películas de Alfredo Landa, de López Vázquez o de Lina Morgan, por ejemplo, pero con personajes puestos al día y acordes con las nuevas costumbres.
Que se mueran los feos y
Nacidas para sufrir son dos películas asombrosamente coincidentes en el reflejo de la España rural más rancia de ahora mismo y juntas podrían conformar una suerte de inicio de un nuevo género cinematográfico español, equivalente al
agro –cazurro-pop- sesentero/setentero, pero convenientemente actualizado a tenor de las nuevas circunstancias sociales del país en el nuevo milenio. Los catetos de pueblo de la España de 2010 tienen mucho más recursos para la autodefensa y saben hacerse respetar, pero, en esencia, son tan patéticos y sublimemente esperpénticos como los de las películas de Luis M. Delgado, Pedro Lazaga, José Luis Merino, Antonio del Amo, Saenz de Heredia, Rafael Gil y tantos y tantos cultivadores del cine de los sesenta y setenta con catetos a babor, a estribor, en Villaconejos de Arriba o en Villaconejos de Abajo, películas que fueron la columna vertebral del cine español de los años de esplendor del franquismo.

Tanto
Que se mueran los feos como
Nacidas para sufrir subliman ese tipo de cine falsario, de pueblerinos de los que reírse, y lo reciclan dignificándolo, dándole la suficiente complejidad a los personajes y a las historias como para que nos riamos con ellos en vez de de ellos. Mi recurrente comparación entre las dos películas la creo necesaria pues me llama mucho la atención que el cine español vuelva su mirada hacia ese género tan denostado y lo haga por fin con cariño, con respeto y con inteligencia.
Que se mueran los feos me ha parecido una agradable y divertida comedia repleta de situaciones hilarantes, en apariencia fácil y vulgar pero que contiene una alta carga de sutileza y una gran capacidad de observación. Frases hechas o recurrentes, mil veces oídas, están aquí llenas de reconocible costumbrismo. Los pobres diablos de
Que se mueran los feos nos resultas cercanos y sus esperpénticos retratos, por muy irreales que los reflejen, nos recuerdan que existen. Que esa España que nos muestra está detrás de ese espejo en que las dos películas mencionadas nos la enseñan, deformada, exagerada, pero todavía muy viva. Ya no cabe reírse de ella pero sí nos podemos reír con ella.
Mención especial al conjunto de actores, todos divertidísimos, sin cuyos excelentes trabajos seguramente yo no me hubiera reído tan a gusto.
Calificación:
**